Hace varios días recibí una noticia que ningún médico quiere escuchar: uno de mis antiguos pacientes había muerto.
Su vida fue una lucha incansable. Un día era un niño sano y sin preocupaciones, y al siguiente cayó con insuficiencia cardíaca a causa de una cardiomiopatía producida por una infección viral. Su corazón, convertido en un órgano inservible, lo transformó en poco tiempo en un prisionero de un centro hospitalario donde debía permanecer conectado a un corazón artificial… lejos de su hogar y sus seres queridos.
Durante los dos años que esperó para recibir un nuevo corazón jamás pudo abandonar el hospital. Su trasplante fue un éxito quirúrgico que lo liberó del nosocomio.
Todo lo anterior ocurrió hace más de 10 años. La tecnología le salvó la vida, mas no pudo sanar su espíritu.
El hecho de que un joven de 25 años se dejara morir después de “vencer” una enfermedad mortal me hizo preguntarme varias cosas, no sólo para tratar de entender lo que sintió y experimentó cuando era niño (enfrentado a un problema monumental), sino lo que nosotros como médicos (y seres humanos) entendemos cuando tratamos de resolver situaciones que son increíblemente complejas en tantos niveles, más ahora con todos los avances que ha visto la medicina en las últimas décadas.
Todos hemos tenido que velar por pacientes sumamente enfermos, muchos de ellos niños, justo cuando la desesperación de un padre y una madre sólo nos deja ver cómo salvar una vida. Cuando tratamos condiciones potencialmente fatales en niños y adolescentes, ¿en realidad nos tomamos el tiempo de analizar y tratar de resolver todas las dudas y miedos de todos los involucrados? Y, finalmente, ¿tomamos en cuenta los deseos del menor antes de proceder con un tratamiento o procedimiento? Y, como en el caso de mi paciente, ¿proceder con un trasplante?
Nuestro entrenamiento como médicos falibles que somos, nos empuja a valorar muchos parámetros que se basan en una premisa esencial: “no hacer daño y preservar la mejor calidad de vida posible“. Pero, tal vez la mejor calidad de vida que nosotros proyectamos no sea igual para todos. En el caso de un adolescente es posible que no incluya interminables procedimientos y medicamentos de por vida.
En cualquier caso la premisa entonces es: ¿hasta donde involucramos a jóvenes y niños en la decisión de sus tratamientos y cuánto peso tienen sus deseos? Para este chico, la pregunta debió de haber sido: ¿cómo ves y cómo quieres vivir tu vida en las circunstancias en las que estás?
Necesitamos brindar mejor apoyo a jóvenes que hacen la difícil transición a la vida adulta y todas las responsabilidades que implica vivir con un órgano trasplantado, y aprovechar toda la tecnología que tenemos a la mano para tener mejor comunicación.
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