En la literatura médica, el descubrimiento y uso clínico inicial de la penicilina (casi simultáneo al de las sulfonamidas) marca el comienzo de la “era de los antibióticos”. El ejemplo clásico: los 400 quemados que alcanzaron a llegar al hospital luego del incendio del antro “Cocoanut Grove”, el 28 de Noviembre de 1942 en Boston, fueron el primer grupo grande de pacientes en recibir, todos, sulfadiazina, y 13 de ellos la experimental penicilina. El éxito del tratamiento fue considerado “milagroso”, y condujo a la búsqueda frenética de nuevos antibióticos. El descubrimiento subsecuente de la estreptomicina, producida por una bacteria de la tierra, acentuó la búsqueda. Dice la leyenda que una farmacéutica pidió a sus representantes en todo el mundo remitir muestras de tierra a su laboratorio central, en EU; uno de ellos envió tierra del cementerio de la isla Ilo-Ilo, en Filipinas, en donde se encontró al organismo productor de iloticina, luego llamada eritromicina, y comercializada inicialmente como Ilosone. Todas las farmacéuticas querían su rebanada del pastel de los antibióticos.
Luego, la codicia desmedida y el libre mercado, hicieron que se produjeran decenas de miles de toneladas de antibióticos, que se comercializaron para cualquier cosa, desde resfriados comunes, hasta la promoción del crecimiento de animales comestibles. Con antibióticos en todos lados, las bacterias resistentes que eran, hasta ese momento, mucho más la excepción que la regla, encontraron las condiciones necesarias para multiplicarse y ocupar los sitios que antes tenían las bacterias sensibles. Los estafilococos típicos de los pacientes del Cocoanut Grove se morían con concentraciones de 0.001 µg/mL de penicilina; la mayoría de los de hoy resisten fácilmente 100 µg/mL. Y luego empezaron a “coleccionar” resistencias, como quien colecciona estampillas de correo; fueron surgiendo bacterias resistentes a dos, tres, cuatro, seis, nueve antibióticos. La multi-resistencia se convirtió, ocasionalmente, en pan-resistencia: bacterias resistentes a todo antibiótico disponible, ya son una realidad cotidiana en los hospitales. Las farmacéuticas, por su parte, entusiasmadas por las terapias sin fin para las enfermedades incurables, o por los cientos o miles de dólares que pueden pedir por una sola dosis de un tratamiento biológico para el cáncer o una enfermedad “rara”, abandonaron el prosaico negocio de los antibióticos, que tan buenas ganancias les dejó a la mitad del sXX. El “milagro” de los antibióticos se quemó en menos de cien años. Hoy buscamos nuevas opciones que quemar.
Una de las opciones más cercana al uso clínico masivo (ya hay múltiples proyectos y experiencias experimentales, en humanos y animales), es el empleo de bacteriófagos, o fagos, en el combate de infecciones bacterianas. Los fagos son virus que infectan bacterias. La lógica resulta más o menos simple: se administra a un paciente una suspensión de millones de esos virus, que acaban por matar a la población de bacterias infectantes. Este tipo de virus son, probablemente, la forma de vida más abundante sobre La Tierra; cada uno de nosotros trae, tan solo en el intestino grueso, más de mil variedades de fagos, en cantidades de miles de millones. Pero las limitantes son también muchas: los fagos suelen ser capaces de infectar sólo a una especie bacteriana, en ocasiones sólo a una variedad (o fagotipo) de una especie, lo que los hace de estrechísimo espectro; y la administración oral de fagos limitaría su acción al tracto digestivo, ya que no se absorben, mientras que resulta muy arriesgado pensar en administrarlos en forma intravenosa (para empezar, por su potencial inmunogenicidad). También existe el riesgo de que los genes de resistencia a antibióticos se puedan propagar por los mismos fagos, algo conocido como transducción, y que ya ocurre en la naturaleza. Pero probablemente el peor riesgo es que ya existen muy diferentes mecanismos por los que las bacterias son resistentes a fagos, de modo que la liberación masiva de esos virus acabaría por seleccionar rápidamente a las bacterias más resistentes. Replicaríamos de ese modo, la triste experiencia que tuvimos con los antibióticos. El terreno es, desde luego, muy interesante, y la investigación seguramente producirá formulaciones terapéuticamente útiles para algunos casos de infecciones bacterianas. Pero si el mercantilismo vuelve a adueñarse de este concepto, estará condenado a convertirse, como les pasó a los antibióticos, en “llamarada de petate”.
Otras nociones van más atrasadas, aunque podrían producir estrategias anti-infectivas interesantes en el mediano plazo. Sabiendo que el cuerpo humano está colonizado por millones de millones de bacterias, la característica distintiva de aquellas que nos causan infecciones es su virulencia. Esta capacidad de hacer daño es a menudo la suma de actividades enzimáticas y toxinas que destruyen células y tejido conectivo, junto con las que doblegan o engañan al sistema inmune, permitiéndoles invadir zonas que debieran estar libres de microbios. Si, en vez de matar a las bacterias infecciosas, pudiésemos simplemente inhibir estos factores de virulencia, podríamos “convivir” transitoriamente con un patógeno, sin sufrir las consecuencias de una infección.
Desafortunadamente, otra vez, los mecanismos por los que cada especie de patógeno bacteriano nos daña son extraordinariamente individuales, de modo que un fármaco de este tipo sería también de espectro muy, muy estrecho. Por otro lado, la diversidad de estos mecanismos, haría necesario un “coctel” de inhibidores, más que un solo principio activo.
Alternativamente, se podría afectar, con una sola molécula, en vez de a los mecanismos de virulencia en lo individual, a los sistemas que regulan su expresión en la célula bacteriana. En muchos casos, esa expresión es parte de lo que conocemos como quorum: las bacterias no empiezan una infección en forma, sino hasta que hay suficientes de ellas creciendo en el paciente, un número mínimo o quorum. Para “pasar lista” y saber si ya alcanzaron ese número, las bacterias producen “señales de quorum”, moléculas que secretan al medio ambiente y que, al concentrarse, le indican a cada bacteria en lo individual que ya son una colectividad. Si inhibimos la producción o la detección de esas señales de quorum, frenaríamos la habilidad de las bacterias para comunicarse entre ellas, deteniendo en consecuencia la producción de factores de virulencia. Aunque la idea suena muy bien, no hemos hallado un solo inhibidor de señales de quorum que, por si mismo, sea capaz de frenar la virulencia. Aparentemente, las bacterias tienen mecanismos redundantes de señalización, de modo que inhibir a uno solo de estos mecanismos no basta para disminuir su patogenicidad.
Un importante obstáculo para todas las opciones de arriba, es la necesidad de nuevos métodos diagnósticos para el laboratorio clínico. Porque, hoy en día, hasta el laboratorio más pequeño puede correr un antibiograma; pero los ensayos para saber si una cepa aislada de un paciente será susceptible a un fago, o si su virulencia se inhibe por una de estas hipotéticas moléculas, sólo los puede correr actualmente un laboratorio de investigación. Así, además de todos los ensayos clínicos para demostrar eficacia y seguridad de estas nuevas estrategias, será necesario también el desarrollo de los nuevos métodos de laboratorio, sencillos y accesibles, que auxilien en el uso adecuado.
Un poco más primitivos, pero por lo mismo más accesibles, serían fármacos que eliminaran o disminuyeran la resistencia bacteriana. De estos ya hay, desde luego, algunos en el mercado: los inhibidores de beta-lactamasas, como el clavulanato, sulbactam, tazobactam, etc., son moléculas que inhiben la resistencia, restaurando la capacidad anti-bacteriana del antibiótico al que se asocian. Han resultado una estrategia poderosa, aunque con fuertes limitaciones. Se ha explorado también el uso de bloqueadores de las bombas que usan las bacterias para expulsar antibióticos de su citoplasma, pero ninguno ha llegado siquiera a los más elementales usos clínicos. Pero la posibilidad de, por ejemplo, eliminar los plásmidos en los que residen los genes de resistencia o, al menos, bloquear su expresión, ha sido contemplada desde los 1970´s. Aunque la llegada de nuevos antibióticos hizo parecer innecesaria esta estrategia, ahora que no hay nada nuevo en investigación y desarrollo, y con creciente multi-resistencia, vuelve a ser una opción atractiva. Indirectamente, agentes capaces de bloquear la transferencia de genes de resistencia por conjugación, en entornos saturados de antibióticos (desde hospitales hasta granjas), pudieran frenar la dispersión de estos determinantes de resistencia. De todos éstos hay candidatos en potencia, pero no suficiente interés por desarrollarlos comercialmente.
Los periódicos de derecha y los adictos al chayote han hecho escarnio del concepto de “ciencia neoliberal” que suele usar la directora actual del Conacyt. No ayuda el que ella no haya explicado abiertamente a lo que se refiere. Pero el término bien podría aplicar a la gran mayoría de la investigación que se hace en nuestros institutos y universidades públicos que, en vez de abordar estas (y muchas otras) necesidades urgentes, gasta ingentes sumas de dinero público (¿de verdad necesitaba un autoclave de US$80,000 el tercer piso del edificio de investigación de la Facultad de Medicina de la UNAM?) en investigar las bases moleculares de la inmortalidad del cangrejo. Para luego quejarse amargamente de que les cierran la llave de los dineros, que no sirvieron para otra cosa que para añadirle renglones a sus exiguos curricula, en forma de artículos en revistas especializadas, que no citan ni ellos mismos. Desde luego, hace falta mucho más que eso, pero por lo pronto no deja de ser una buena idea dejar de “echarle dinero bueno al malo”.