La palabra “biotecnología” suele evocar procesos de reciente invención, que son ya parte de la cultura popular gracias a películas de dinosaurios recreativos y series de televisión que van, del documental médico, a la fantasía policiaco-forense. El término, sin embargo, data de alrededor de los 1920’s, y agrupa procesos milenarios, como la fabricación de cerveza y pan. Al cabo, biotecnología es “una tecnología que use sistemas biológicos, organismos vivos o sus derivados, para fabricar o modificar productos o procesos”, según la ONU. En el campo del desarrollo de medicamentos, probablemente el primer producto enteramente biotecnológico haya sido la penicilina (el primero de los antibióticos, producido por un hongo del género Penicillium), que fue reportada por primera vez en 1929 y estrenada para uso en civiles en 1940.
La noción de que la biotecnología es cosa nueva, si bien es errada, tiene su origen en los formidables avances de la biología molecular en la segunda mitad del s.XX y, muy particularmente, en su último cuarto. Algunos conceptos que hoy maneja, mal que bien, cualquier lego, no se conocían antes de 1950: el que la información genética reside en el DNA (siglas universalmente reconocidas del ácido desoxirribonucléico) fue apenas descubierto por Avery, MacLeod y McCarty en 1944; pero la estructura del DNA, que permite codificar y replicar esa información se reportó por primera vez en 1953, en el clásico artículo de Watson y Crick. Para los 1970’s, gracias al descubrimiento de los plásmidos y las enzimas de restricción, de origen bacteriano, y al desarrollo de las técnicas de secuenciación de DNA, primero por Maxam y Gilbert, y luego enormemente simplificadas por Sanger, estábamos ya cortando genes e insertándolos en vectores moleculares (la coloquialmente llamada “ingeniería genética”), para luego introducirlos en líneas celulares que nos permitieran producir en gran escala las proteínas codificadas por esos genes. La primera insulina humana producida en bacterias se comercializó en 1982. Luego vino la reacción en cadena de la polimerasa (el PCR, que tantos crímenes resuelve en las series forenses), la secuenciación automatizada, el manejo de virus como vectores para células superiores, etc. Las aplicaciones e implicaciones de estos avances biotecnológicos parecen ilimitados; la medicina se ha beneficiado notablemente, en especial en el desarrollo de métodos de diagnóstico y de medicamentos que, hace apenas 25 años, eran cosa de ciencia-ficción. Esta rapidísima evolución, desafortunadamente, no ha ido de la mano de un esfuerzo sistemático de divulgación. En consecuencia, la mayoría de la sociedad no conoce ni comprende estos avances y, aunque disfruta las aplicaciones, se confunde con las implicaciones. En el terreno legal esto es particularmente obvio y evidente: sin una comunicación efectiva entre las ciencias biológicas y las legales, ha aparecido la muy nebulosa “bioética”, a veces tan influenciada por la religión y otras fuerzas contrarias al progreso; a la vez que la regulación de la investigación y desarrollo en biotecnología lleva desfases de décadas. Aquí resumo algunos conceptos básicos y opiniones personales sobre los medicamentos biológicos, los genéricos y biosimilares (así llamados en todo el mundo excepto en México, donde el desprestigio de la palabra “similar” asociada a medicamentos, obligó a llamarles “biocomparables), y los rezagos y lagunas regulatorias al respecto de los últimos.
¿Qué es un medicamento biológico?
Cuando la química se introdujo al terreno de la investigación farmacológica, destruyendo el milenario dominio de la herbolaria (aunque en incontables ocasiones partiendo de ella), los compuestos con actividad terapéutica eran todos de tamaño modesto; de hecho, hoy les llamamos “moléculas pequeñas”, para distinguirlas de los biológicos. Tomemos al ácido acetilsalicílico, la popular Aspirina ® : una molécula formada por 21 átomos, nueve de carbono, ocho de hidrógeno y cuatro de oxígeno. La misma penicilina (la más simple de ellas, la bencilpenicilina), mencionada al principo, aunque un poco mayor, está en el mismo orden de magnitud: 41 átomos. La enorme mayoría de los antihipertensivos, hipoglucemiantes, antihistamínicos, analgésicos, antibióticos, etc., son “moléculas pequeñas”, rara vez de más de 100 átomos.
La biotecnología contemporánea permitió la síntesis de moléculas mucho más complejas. La insulina, por ejemplo, es una proteína pequeña formada por 51 aminoácidos (cada aminoácido es del tamaño de una “molécula pequeña”), esto es, alrededor de 900 átomos. Esta hormona y otras que le siguieron, así como algunas enzimas de uso terapéutico, pese a ser proteínas simples, son decenas a centenas de veces más grandes y complejas que los medicamentos clásicos: moléculas de varios cientos a unos cuantos miles de átomos. Sintetizar químicamente este tipo de compuestos es casi o francamente imposible o tiene, por lo pronto, costos fuera de la realidad. La mejor manera de producirlos es “obligando” a células en cultivo, desde bacterias hasta células humanas, a fabricarlos para nosotros, mediante ingeniería genética. Estos fueron los primeros medicamentos biológicos. La naciente bioética, antes de que se llamara así, estuvo a punto de prohibir que los científicos “jugaran a ser dios” (¿qué tiene de malo jugar a ser un personaje imaginario?), nada menos que en el condado estadounidense de Cambridge, donde están Harvard y el MIT. Afortunadamente, con la conferencia de Asilomar, los científicos retomaron el mango de la sartén y abortaron el intento.
Conforme ganamos conocimiento y experiencia, fuimos capaces de crear moléculas de tamaño aun mayor. Las que dominan la investigación biofarmacéutica contemporánea son los anticuerpos monoclonales. Antes de describirlos con detalle, empecemos por decir que tienen en promedio 25,000 átomos. Plagiando una analogía que se puede encontrar ilustrada en internet, y de la que desconozco el autor, se puede equiparar a una “molécula pequeña” con una bicicleta; a uno de los primeros biológicos con un automovil compacto; y a un anticuerpo con un jet de combate. La analogía funciona muy bien para entender las diferencias de tamaño; pero también la complejidad, tanto de la molécula per se, como de los procesos de investigación y desarrollo que las hicieron posibles.
Los anticuerpos son proteínas complejas que se forman cuando un animal (humanos incluidos) es expuesto a una proteína que le es extraña; son la pieza central de la inmunidad humoral. La proteína (o, muy ocasionalmente, una molécula no protéica) extraña, llamada antígeno, es reconocida en forma muy específica por su correspondiente anticuerpo, en una relación que muchos autores equiparan a la de una llave con su cerradura. La propia unión del anticuerpo con su antígeno puede inactivar al segundo; o bien, el anticuerpo funciona como una señal que atráe a algunos tipos de glóbulos blancos (inmunidad celular), que se tragan al anticuerpo y lo que tengan unido. Para sobresimplificar, pensemos en una vacuna: un virus completo pero muerto, o un trozo del virus, se inyecta en el paciente; su sistema inmunológico detecta las proteínas del virus como extrañas, y empieza a fabricar anticuerpos específicos contra ese virus; la próxima vez que el paciente se exponga al virus, los anticuerpos que ha “aprendido” a hacer se unen al virus, inactivándolo y/o facilitando su eliminación por la inmunidad celular. Siguiendo con el ejemplo, hay ocasiones en que el paciente ya está infectado o intoxicado, y es demasiado tarde para vacunarlo preventivamente; entonces se opta por las anti-toxinas, también llamadas “vacunas pasivas”. En este caso, la proteína extraña se ha inyectado a un animal, que produce los anticuerpos; éstos se purifican y se administran directamente al paciente infectado o intoxicado, haciendo el trabajo de su propia inmunidad humoral (de ahí el nombre de “pasivas”). La antitoxina tetánica, los sueros antiviperinos, y las vacunas contra la rabia que se aplican a los humanos que ya fueron mordidos, son ejemplos de este tipo de vacunas. Por cierto, las vacunas son claros ejemplos de biotecnología, y de lo antígua que ésta es: Jenner vacunó personas por primera vez en 1796.
Las vacunas pasivas tienen un inconveniente: cuando una persona recibe una de estas vacunas, su sistema inmunológico reconoce al anticuerpo animal como una proteína extraña, y desarrolla anticuerpos contra el anticuerpo. Si esa persona recibe por segunda ocasión una vacuna pasiva desarrollada en el mismo animal, puede tener una gravísima reacción anafiláctica (del griego ana, contra, y filaxis, protección). Esto viene al caso porque, desde tiempo atrás, se había pensado en generar anticuerpos contra algunas proteínas endógenas que tienen un papel central en enfermedades humanas. Por ejemplo, una proteína llamada Factor de Necrosis Tumoral alfa (TNFα), es un mediador importante de la inflamación; o el Factor de Crecimiento Epidérmico (EGF), puede promover el crecimiento de algunos tumores. Siendo proteínas propias, nuestro sistema inmunológico no puede producir anticuerpos contra ellas; y si se generan los anticuerpos en animales, sólo se podrían administrar una vez a los pacientes, que generarían a su vez anticuerpos contra los anticuerpos. Este problema fue superado por la biotecnología contemporánea: primero se generaron los anticuerpos en animales y luego, por manipulaciones genéticas diversas, sólo el parátope (i.e., la región del anticuerpo que reconoce al antígeno) es trasladado a un “chasis” de un anticuerpo humano. De ese modo, la mayor parte del anticuerpo es humano, y sólo una pequeña fracción de origen animal. Con el propósito de ir minimizando esa fracción, se han sofisticado los procesos de creación de estos anticuerpos, que han pasado de quiméricos (~70% humanos) a humanizados (~90% humanos) hasta, finalmente, anticuerpos indistinguibles de los humanos. Hay decenas de anticuerpos de uso terapéutico en uso clínico, además de otros muchos en experimentación; su éxito en el manejo de muy diversas enfermedades ha sido un detonante de la investigación y desarrollo de estos medicamentos biológicos y otros parecidos. Para algunos de ellos, la protección de la patente ya ha expirado, abriendo el camino para los genéricos: biosimilares, biocomparables o como sea que se les llame.
Continuará…
El Dr. Carlos F. Amábile Cuevas forma parte de la Fundación Lusara para la Investigación Científica.