En 2016, la resistencia bacteriana a los antibióticos cobró, otra vez, interés generalizado. Un reporte desarrollado por el economista Jim O’Neill, por encargo del gobierno británico, se publicó en Mayo de ese año; entre las predicciones abrumadoras estaba el que, de las aproximadamente 700,000 personas que morían al año en ese momento por infecciones resistentes, brincaríamos a 10 millones en 2050. Esa terrible perspectiva motivó que la ONU destinara la reunión de su Asamblea General del 21 de Septiembre, al problema de la resistencia. Aquí es necesario enfatizar que no se trató de una reunión de la OMS, que es el organismo que, supuestamente, se ocupa de los asuntos de salud, sino de la ONU, una institución de índole primariamente política. Y que no era una reunión de trabajo de especialistas, sino la Asamblea General, esto es, el máximo foro político del mundo. En la historia de la ONU, sólo otras tres veces se ha destinado una reunión de Asamblea General a un tema de salud, lo que resalta la gravedad de la situación, y la necesidad de que se aborde de una manera integral, y no sólo por los especialistas. Unos meses antes, un grupo de los que hacemos “grilla” sobre el tema, publicamos en Lancet (388:218-220, 2016) una lista de cuatro cuestiones fundamentales a las que, esperábamos, arribara como conclusión esa reunión: (a) la necesidad de incrementar el conocimiento público del problema, (b) la necesidad de medir, tanto uso de antibióticos como resistencia, (c) la necesidad de movilizar recursos económicos para ese propósito, y (d) la necesidad de un abordaje multi-sectorial y multi-disciplinario. Con la verbosidad clásica de los políticos, el documento resultante de la reunión recogió estos puntos, añadiéndoles otros de menor relevancia. Uno de los acuerdos de la reunión fue el que cada país desarrollara, en el lapso de dos años, un plan nacional para enfrentar la resistencia bacteriana.
Al cuarto para las doce, el 5 de Junio de 2018, se publicó en el Diario Oficial de la Federación, bajo el pintoresco título de “ACUERDO por el que se declara la obligatoriedad de la Estrategia Nacional de Acción contra la Resistencia a los Antimicrobianos”, el plan mexicano. Los autores: el Consejo de Salubridad General, la Comisión Consultiva Científica de ese consejo (UNAM, IPN, Conacyt, y las Academias de Medicina, Cirugía y Ciencias), la Cofepris, siete secretarías de estado, el IMSS y el ISSSTE. Muy curiosamente, la “estrategia” es un anexo del acuerdo por el que se hace obligatoria, y no al revés. El documento consta de 17 páginas (o sea, una página por participante). Las primeras dos páginas son de la verborrea clásica del diario oficial: “Qué en términos de lo dispuesto en los artículos 73, fracción XVI, Base 1a de la Constitución…”, la lista de autores, y un índice. Las siguientes tres, presentan un deshilvanado marco teórico desarrollado con la maravillosa tecnología del “cut & paste” que, si se tratara de un trabajo escolar de bachillerato resultaría apenas aceptable. La última página es de referencias, o “fuentes de consulta”, 31 en total, incompletas y disparejas, que incluyen seis websites, varios documentos de divulgación de OMS y CDC, una “información proporcionado (sic) por la SRE”; sólo cuatro de las referencias son sobre resistencia en México. Lo que nos deja 11 páginas de “Estrategia”, presentadas a modo de tabla a dos columnas. Esto es lo que, en dos años (menos de media página por mes), pudieron hacer las mentes preclaras de la salubridad nacional. El documento está firmado por el Secretario de Salud de entonces, José Narro, uno de los autores del cacareado plan de ocho semanas para controlar el Covid-19; seguramente, si se hubiera adoptado su plan, México estaría ya libre de la pandemia, como lo estamos del problema de la resistencia bacteriana. Pero revisemos rápidamente la “estrategia”.
De todo el documento, es el segundo artículo el que revela el interés de la autoridad sanitaria en el problema de la resistencia: “Las erogaciones que se generen con motivo de la entrada en vigor del presente Acuerdo y la aplicación de su anexo, se cubrirán con cargo al presupuesto aprobado a las dependencias, entidades y demás instituciones involucradas para el presente ejercicio fiscal y los subsecuentes, por lo que no se autorizarán recursos adicionales para tal efecto”. O sea, no se destinará un solo centavo al asunto, que se dejará en las mismas manos y con los mismos recursos económicos que nos llevaron a la situación crítica que padecemos. De modo que establecer un programa de comunicación educativa, impulsar la inclusión del tema de la resistencia en los programas de estudio, generar e impartir cursos, coordinar acciones de difusión con la industria agroalimentaria, establecer los mecanismos de coordinación intersectorial, definir los criterios para la vigilancia epidemiológica, fortalecer el monitoreo del agua y en la cadena alimenticia, establecer sistemas de vigilancia de uso hospitalario de antibióticos, evaluar el uso de antibióticos en animales, designar laboratorios de referencia, crear un sistema de alerta temprana, crear un biobanco nacional para microorganismos pan-resistentes, promover la resistencia como un tema prioritario de investigación, impulsar la vacunación, promover medidas zoosanitarias y de higiene para la manufactura de alimentos, integrar un programa de vigilancia epidemiológica, fortalecer la higiene de manos, establecer un comité consultivo de expertos, promover las normas oficiales de enfermedades infecciosas, integrar una política nacional de uso racional en veterinaria, fortalecer el marco regulatorio para el registro y comercialización de antibióticos, impulsar políticas regulatorias, promover el desarrollo de nuevas moléculas; todo eso, y algunos otros rubros redundantes, se hará sin invertir un peso; al cabo, el sistema de salud estaba en jauja con sus más de 300 cascarones de hospital, y el Conacyt tenía en ese entonces tanto dinero que podía regalarlo a trasnacionales farmacéuticas y de alimentos.
Ah! por cierto: en el párrafo anterior está descrita, íntegra, la “Estrategia Nacional”. Empieza dejando claro que no habrá dinero; y el resto es una lista de buenos deseos, de cosas que ya debieran existir (y que debieran ser, desde su fundación, responsabilidad de la Cofepris), y que no contiene una sola medida cuantitativa ni un solo plazo para su realización. O sea que quién, cómo y cuándo establecerá, creará, fortalecerá, promoverá, integrará y coordinará, queda abierto a sugerencias, con la advertencia de que debe hacerlo con su gasto corriente. Desde luego, ya pasaron dos años desde que se publicó y, personalmente, me ha costado trabajo encontrar personas que siquiera estén enteradas de la existencia de la estrategia, ya no digamos de algún resultado tangible de su implementación. Pese a que la reunión de Asamblea General de la ONU fue coordinada por México, nada menos, el tema pasó completamente desapercibido en los medios locales, lo mismo que la publicación de la estrategia. Esos mismos medios que hoy ponen en primera plana la extinción de intermediarios como un “ataque a la ciencia”, nunca se preguntaron por qué para un problema prioritario de salud, que la ciencia debiera estar en primera fila para enfrentar, no se destinaría un centavo.
En descargo del matraquero, debe uno decir que apenas tuvo medio año (15 semanas más de las que le hubiera tomado controlar la pandemia) para implementar la estrategia que firmó, de modo que no puede concluirse terminantemente que no sirve para nada. Qué tan en serio se toma la actual administración el asunto, es difícil de saber: en el primer año, de transición, no se oyó nada sobre “resistencia” desde el gobierno; y el segundo ha sido consumido por el Covid-19. Puedo decir que el Comité de Moléculas Nuevas de la Cofepris rehusó el registro a un nuevo antibiótico, bajo el “argumento” de que “propiciaría resistencia”. O sea, dicho comité no tiene la menor idea de lo que es la resistencia, no ha entendido que lo que necesitamos en momentos de resistencia es, precisamente, nuevos antibióticos y, sobre todo, ni siquiera leyó el Objetivo 4.2 de la Estrategia, obligatorio, por cierto: “Impulsar y, en su caso, fortalecer la regulación sobre la comercialización y selección de productos antimicrobianos y métodos diagnósticos para enfermedades infecciosas”. Pero, bueno, si la Cofepris tuviera que ocuparse en prevenir el riesgo sanitario, habría que cambiarle de nombre.
La conclusión es sombría: con una “estrategia” mitad vacía, mitad letra muerta, el abuso de los antibióticos en México seguirá su curso, con creciente resistencia y morbi-mortalidad; la autoridad está desaparecida, salvo cuando se trata de tomar medidas contraproducentes. De modo que, cuando el futuro nos alcance, y estemos poniendo buena parte de los 10 millones de muertos por año que se esperan para 2050, podremos congratularnos de haber tenido una brillante estrategia para enfrentar una crisis sanitaria, sin haber tenido que desviar los recursos necesarios para cuestiones tan vitales como un nuevo aeropuerto, en un sitio o en otro. Aunque, renglones atrás, debiera decir “podrán congratularse”, porque este autor, afortunadamente, ya no estará por aquí para verlo.