Uno de los principales retos de la medicina es la creciente resistencia a los antibióticos que cada vez más microorganismos están obteniendo. Si bien hay muchas causas detrás del fenómeno, desafortunadamente no hay respuestas suficientemente satisfactorias para el corto, incluso mediano, plazo que puedan ayudar al sector a continuar prestando atención a la salud de calidad.
Las víctimas de esta incapacidad para encontrar una solución ya empiezan a ser numerosas. El Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades (ECDC, por sus siglas en inglés) recientemente informó que las superbacterias resistentes a antibióticos ya se cobran la vida de al menos 33 mil pacientes cada año solo en esta región, una de las más avanzadas médicamente.
Se estima que este número de víctimas es equivalente a las que se cobran la influenza, la tuberculosis y el Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH) combinados. Más preocupante aún, algunas bacterias están empezando a desarrollar resistencia incluso a los antibióticos de último recurso. Sin estos fármacos, curar infecciones podría ser prácticamente imposible.
También calcularon que al menos el 70 por ciento de las bacterias son resistentes a uno de los antibióticos que usualmente se utilizan para combatirlas. De las 33 mil muertes provocadas por este tipo de patógenos, una de cada cuatro está relacionada a una infección contraída dentro de los mismos hospitales y clínicas de salud (donde suelen encontrarse los patógenos más peligrosos y resistentes a múltiples opciones farmacológicas).
Una de las alternativas más prometedoras a la resistencia a los antibióticos es el uso de bacteriófagos. Este tipo de virus están diseñados para atacar únicamente a un tipo específico de bacteria, por lo que son inofensivos para cualquier otra célula en el entorno. Además, debido a su alta especialización, se ha teorizado que los patógenos deberían sacrificar parte de su resistencia a fármacos para poder incrementar su protección ante estos microorganismos.