Durante noviembre se conmemora el Día Mundial de la Diabetes y la realidad es que para México este asunto sigue siendo el principal en salud. Las enfermedades relacionadas con la obesidad nos cuestan vidas y también cuantiosos recursos al erario público, a las familias y a las empresas. La Secretaría de Salud estima que la atención médica de pacientes con enfermedades atribuibles al sobrepeso y obesidad costó en 2020 alrededor de 172 mil millones de pesos. A este monto, habrá que sumarle 33 mil mdp derivados de ingresos perdidos por muertes prematuras de personas en edad productiva, 35 mil mdp por ausentismo laboral y casi 14 mil mdp por costos de invalidez e incapacidades temporales.
Las dificultades que enfrentan estos mexicanos se trasladan a sus familias. Junto con la enfermedad, sufren los problemas y el costo de una salud precaria, las limitaciones de movilidad y el rechazo en ámbitos como el escolar o el laboral.
Además, el INEGI recientemente reportó que los hogares mexicanos destinan el 40.7% del total de sus recursos a la salud. A este dato hay que añadirle el trabajo no remunerado que los integrantes del hogar invierten en el cuidado de los enfermos. Está comprobado que cuando un integrante de la familia se enferma, otro normalmente deja de laborar para cuidarlo.
Como nación, tenemos dos caminos:
- Aceptar una realidad dolorosa y el costo que conlleva en términos personales, familiares, sociales, económicos, de productividad y de servicios de salud; o
- Cambiar nuestro propio destino. México no tiene por qué ser un país de personas enfermas. Para esto, es necesario convencernos de que estamos a tiempo de revertir la situación.
Hoy sabemos que padecimientos como el sobrepeso y la obesidad son multifactoriales. Son resultado de causas fisiológicas, psicológicas, sociológicas, antropológicas y culturales.
También sabemos que son diversos los factores que pueden influir en la salud de una persona. Aproximadamente 40% tiene que ver con hábitos y decisiones personales, 30% con la genética, 20% con determinantes sociales y económicos y 10% con la calidad de la atención médica.
Esto quiere decir que, por lo menos en una primera instancia, si nos unimos bajo un mismo objetivo, podemos atender ese 40% que corresponde a los hábitos y decisiones de las personas.
A diferencia de otros países, incluso de naciones hermanas de Latinoamérica que tienen una fuerte cultura del ejercicio y la dieta balanceada, los mexicanos tenemos arraigados el sedentarismo y una alimentación altamente calórica como parte de nuestra normalidad.
En todo este panorama, no debemos perder de vista los aspectos psicosociales y conductuales de la obesidad. El mexicano normalmente invierte su tiempo, esfuerzo, decisiones y satisfacciones en tres contenedores principales: trabajo, familia y comida.
Comer, es mucho más que nutrientes y calorías, es un indicador de bienestar y de identidad, y tiene distintos significados, que van desde cuidado, reconocimiento, recompensa y convivencia.
Por ello, el único que puede juzgar si las decisiones son benéficas o perjudiciales para los individuos o familias, son ellos mismos. Cualquier actor o institución que intente “juzgar” las decisiones de una familia se encontrará con una resistencia natural, dado que nadie es lo suficientemente legítimo como para cuestionar su sistema de valores o creencias.
En términos de salud, la obesidad no es un problema para el mexicano mientras pueda cumplir con sus roles y responsabilidades familiares. De ahí que el mexicano ve la obesidad en el otro pero no en sí mismo.