Con cierta sorna, Brad Spellberg comentó en JAMA hace unos años (176:1254, 2016) sobre lo paradójico de que, en pleno siglo XXI y en la era de la “medicina basada en evidencia”, los tratamientos con antibióticos siguieran teniendo una duración basada en la semana de siete días, decretada por Constantino el Grande hace 1,700 años. Ciertamente, no hay ninguna razón lógica para suponer que siete días son mejores que seis —o que ocho, o que cuatro. Ni por la que una infección urinaria causada por Escherichia coli, y una neumonía causada por Streptococcus pneumoniae, requieran, precisamente, una semana de tratamiento.
Que médicos y pacientes encuentren cómodo recordar que el tratamiento dura, universalmente, una semana, puede ser una justificación pragmática. Pero, en esta era de la resistencia bacteriana, que le costará la vida a unas 20 personas durante el tiempo que el amable lector destine a leer estas líneas, ya no estamos para hacer cosas “cómodas”.
Casi cada vez que se ha intentado, ha resultado que los tratamientos antimicrobianos de una o dos semanas de duración pueden acortarse significativamente sin disminuir eficacia ni seguridad. Hay además creciente evidencia de que, como suelen hacer los pacientes por su cuenta, suspender los tratamientos cuando desaparecen los síntomas NO conduce a recidivas ni, mucho menos, a incremento de la resistencia bacteriana. Esta última noción resulta de hecho opuesta a todo lo que sabemos de la evolución de la resistencia: si disminuye la presión selectiva habrá MENOS riesgo de que surja una variante resistente. Pero en un ridículo infograma de la OMS sobre las “causas de la resistencia a los antibióticos” (que incluye la perla de sabiduría de que “la resistencia ocurre cuando las bacterias cambian y se vuelven resistentes”), entre las seis supuestas “causas” incluye el que los pacientes no terminen sus tratamientos, sin que haya una sola pieza de evidencia en ese sentido. Debo decir que nada me causa más pena que estar de acuerdo, aunque sea parcialmente y de lejos, con el marrano anaranjado; pero, al menos en lo que hace al gravísimo problema de la resistencia bacteriana, la OMS ha hecho un trabajo lamentable, siempre muy poco y muy tarde —cuando no francamente mal.
Dicho todo eso, hay que hacer algunas aclaraciones. El párrafo anterior lo empecé con un “casi” porque si bien muchos estudios clínicos han demostrado que tratamientos de 3-5 días contra la neumonía comunitaria son tan eficaces como los de una o dos semanas, lo mismo que ocurre con la cistitis no complicada; en algunos casos (como en amoxicilina-clavulanato vs. otitis media; y, desde luego, en tuberculosis), los tratamientos largos son mejores. De modo que debemos esperar a la evidencia.
Por lo pronto, por la razón que sea, la mayoría de los antibióticos se introdujo al uso clínico en esquemas largos (una o dos semanas), y es la evidencia disponible. En ausencia de evidencia, no debemos acortar los tratamientos que han demostrado eficacia. Pero, cuando hay ya evidencia sólida, incluso en la forma de meta-análisis, de que los tratamientos cortos funcionan tan bien como los largos, seguir usando esquemas prolongados es una forma de abuso de los antibióticos, tan mala como prescribirlos para un resfriado.
Lamentablemente, a pocas cosas se resisten los médicos más que a acortar los tratamientos antibacterianos. Una resistencia a aceptar la evidencia, que contrasta con la facilidad con la que adoptan consejos infundados y con motivaciones políticas, como el uso de ivermectina contra el Covid-19. Una resistencia que aporta su granito de arena a las 700,000 muertes al año que causa la otra resistencia, la bacteriana.
John Cotton Dana dijo alguna vez: “those who dare to teach must never cease to learn” (en español no suena tan bien: aquellos que se atreven a enseñar, nunca deben dejar de aprender). Creo que aplica a muchas cosas, además de la enseñanza; la prescripción es una de ellas. Aquellos que se atreven a prescribir, nunca deben dejar de aprender. El que prescribe antibióticos está obligado a mantenerse al día, entre otras cosas, en la duración adecuada de los tratamientos. Muchos millones de días de tratamientos antimicrobianos, completamente innecesarios, siguen prescribiéndose año con año, por pereza o miedo ¿hasta cuándo?