El ataque a nosotros, cómo el estrés moldea y destruye el cerebro

En la vida cotidiana del siglo XXI, sus entornos han convertido a nuestra existencia en un constante estado de estrés: el bombardeo de imágenes violentas, la inseguridad, el tráfico interminable, las presiones y maltratos laborales —como el visto recientemente en el deplorable video del médico adscrito que, como muchos, se siente con el derecho de insultar y humillar a un médico a su cargo, y además, los estresores familiares y económicos, entre muchos otros.

Más allá de cómo manejemos nuestro estrés, diversos estudios en el campo de la Neurociencia se han enfocado en analizar cómo el estado de estrés crónico influye en la neuroplasticidad cerebral y por ende, en cómo reaccionamos y funcionamos en nuestra vida diaria.

El concepto de neuroplasticidad no es nada nuevo, hay escritos que se remontan al siglo XIX en el cual se habla de la maleabilidad del cerebro. Ahora, con el advenimiento de la resonancia magnética funcional se ha podido físicamente observar la gran capacidad del cerebro para cambiar y ver cómo responden diferentes partes del cerebro a diferentes actividades y estímulos; se ha confirmado cómo el cerebro es capaz de reorganizarse, tanto funcional como físicamente, respondiendo a emociones, medio ambiente y vivencias a lo largo de la vida (como, sin lugar a dudas, el estrés que sentimos a diario y a todas las edades, incluso los estresores que siente y vive una mamá embarazada y al que está expuesto su bebé).

La doctora Elysia Davis y su equipo en la Universidad de Denver han estudiado durante años los efectos que desencadena el estrés en los hijos de mamás que sufren diversos estresores.

Se encontró que para cuando estos niños cumplen entre 6 y 9 años, sus resonancias magnéticas cerebrales ya mostraban un aumento en el tamaño de la región de las amígdalas (la sección cerebral encargada de las emociones: miedo, angustia, alegría, etc.) y lo correlacionaron con reportes de ansiedad en los niños proporcionados por las propias madres. Ahora, imaginen el estrés al que están sujetos los bebés en situaciones que se presentan como la del video del médico abusivo (por desgracia, hay muchos como él).

Cuando vivimos crónicamente estresados, la parte del cerebro que se encarga de la memoria y el aprendizaje, el hipocampo (parte del sistema límbico), también se “remodela”. Las consecuencias en nuestro rendimiento son diversas.

En estudios tempranos de estrés crónico hay alteraciones en la memoria espacial, la que tiene que ver con la habilidad de procesar nuestro entorno y orientación (es como nuestro waze interno). Por eso a veces no tenemos ni idea de dónde está el coche estacionado, o no podemos navegar fácilmente en nuestra propia ciudad o, mucho menos, en un hospital.

Conforme el estrés se vuelve más crónico, la manera en que el cerebro percibe y procesa información se ve alterada (otra vez, afectando el hipocampo): la irritabilidad aumenta y respondemos a los estímulos con más ira y poca paciencia; con el tiempo, aprender nuevas actividades o retener información nueva se vuelve muy difícil; la materia gris disminuye y ante una situación de urgencia, en donde aún hay más presión, es muy probable que se olvide lo que hay que hacer; conocimientos que se han aprendido y reforzado con anterioridad se tornan confusos o, simplemente, el cerebro no puede siquiera encontrar y, mucho menos, acceder a la información almacenada, lo que es peligroso en cualquier profesión. Y eso que ni si quiera hemos abordado las consecuencias físicas y de salud mental a largo plazo.

Qué hacer al respecto

Antes de imaginarse cómo se encoge y desaparece nuestro cerebro, hay que considerar que, a veces, las intervenciones más sencillas son las que generan mayores beneficios.

Tal vez lo más importante es decir NO a las personas tóxicas. Neutralizar a un ser tóxico implica mantener nuestras emociones contenidas y establecer un límite en la interacción. Una persona tóxica se comporta de una manera irracional, al interactuar con ellos hay que mantenerse ecuánime, crear una distancia, tanto emocional como físicamente, y no involucrarse en el caos de su ira.

Leí un artículo de investigadores de la Universidad de California en San Francisco que explicaba que mientras más trabajo le cuesta a alguien decir “no”, hay una mayor incidencia en el desgaste profesional, estrés, e incluso depresión. El articular un “no” rotundo es un arma poderosa, capaz de desarmar al más experimentado Bully, y muchas veces, necesaria y sana para el cerebro.

Aprender a respirar

Cuando se está estresado, la respiración se vuelve más rápida y superficial, lo que puede llegar a hiperventilar, situación que automáticamente aumenta la ansiedad cuando, al romper el balance entre oxígeno y dióxido de carbono, el mismo Sistema Nervioso Central trata de obligar al cuerpo para respirar más lento, lo cual, al estar ansioso, se interpreta como “falta de aire” y en consecuencia, uno trata de respirar más rápido.

Hace muchísimos años, un Yogi con el que estudié, me enseño una técnica muy sencilla para respirar correctamente: simplemente, al inhalar, pensar que uno lo hace desde el abdomen hacia el pulmón contando 6 segundos; al exhalar, se hace de manera contraria también contando 6 segundos para completar el ciclo respiratorio. El resultado es infalible para reducir la ansiedad y estrés.

Desconectarse

Difícil de hacer en un mundo en donde vivimos conectados más de 6 horas al día manejando varios sitios a la vez con nuestra tecnología digital. Pero, haciendo un conteo del día a día, se encuentran espacios que, aunque sean breves, sirven para apagar los electrónicos y ponerse en contacto con uno mismo. Esto según el Instituto Nacional para la Salud Mental en EUA (NIMH por sus siglas en inglés) provoca diversos beneficios, uno de ellos es romper la cadena de serotonina que se activa de manera anormal al estar conectado a internet por varias horas. Lo más importante es que esto puede cambiar el cómo pensamos y percibimos las cosas en el contexto de lo que nos rodea físicamente, y no virtualmente.

Caminar

También es una actividad sencilla. Según los expertos en ansiedad, caminar puede producir cambios favorables y activar de manera positiva la neuroplasticidad, así como disminuir niveles de cortisol (el cual por sí mismo eleva el potencial de estrés). Se ha encontrado que aunque sea una caminata breve, ésta mejorará indiscutiblemente el humor de cualquiera.

Meditar

Sólo unos minutos al día da beneficios medibles. La Universidad Carnegie Mellon en 2014 realizó un estudio en el cual se incluyeron adultos, hombres y mujeres de 18 a 30 años, a los cuales se les dividió en dos grupos: a uno se le enseñó técnicas de meditación que practicaron durante 25 minutos por 3 días consecutivos; al otro grupo no se le enseñaron técnicas cognitivas. Al acabar cada grupo su entrenamiento, cada participante fue sometido a situaciones estresantes, pero el grupo que aprendió a meditar mostró y sintió menos ansiedad que el otro grupo. Se mostró así que el grupo que meditó tuvo mejor resistencia ante estímulos estresantes.

Dormir

Lo mejor que se pueda, en silencio y en la oscuridad.

Indiscutiblemente, hay que romper el círculo vicioso y tratar de estar consciente de lo que sentimos. El incorporar estas rutinas a nuestra vida diaria implica hacerlo con prioridad y consciencia; aunque sea sólo algunos minutos de práctica, serán de gran benéfico para preservar nuestro bienestar.